28 diciembre 2012

Fausto

FAUSTO.--¡Sálvala o ay de ti! Que caiga sobre ti la más nefasta maldición a través de los siglos.
MEFISTÓFELES.--Yo no puedo soltar las cadenas que ha puesto el Vengador. No puedo descorrer sus cerrojos. Sálvala. ¿Quién fue el que la llevó a la perdición, yo o tú? (FAUSTO mira en torno a sí, perturbado.) ¿Te gustaría echar mano de los truenos? ¡Menos mal que no se les ha concedido eso a los miserables mortales! Hacer pedazos al inocente que se tiene delante es tu tiránica costumbre para buscar alivio en la confusión.


Johann Wolfgang Goethe, Fausto, Gradifco, Buenos Aires, 2004.

16 diciembre 2012

Palabras

EL PADRE: ¡Aquí está el error! ¡En las palabras! Cada uno de nosotros posee dentro de sí mismo un mundo de objetos, su mundo de objetos. Pero, ¿cómo podremos entendernos, señor, si en las palabras que yo pronuncio encierro el sentido y el valor de las cosas tal como son dentro de mí, mientras quien las escucha las asume inevitablemente con el sentido y el valor que tienen para él, que tienen en el mundo que lleva dentro? Creemos entendernos, pero nunca nos entendemos. Mire: mi piedad, toda mi piedad por esta mujer (señala a la Madre) ha sido asumida por ella como la crueldad más feroz.


Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor, Terramar, La Plata, 2004.

28 noviembre 2012

Indiferencia

"[...] [la voluntad o libertad del albedrío] consiste tan solo en que podemos hacer o no hacer una cosa, es decir, afirmar o negar, buscar o evitar una misma cosa; o, mejor dicho, consiste solo en que, para afirmar o negar, buscar o evitar las cosas que el entendimiento nos propone, obramos de manera que no nos sentimos limitados por ninguna fuerza exterior. Pues para ser libre, no es necesario ser indiferente a la elección de uno y otro de los dos contrarios; sino que, cuanto más me inclino a uno de ellos, sea porque conozco con evidencia que el bien y la verdad están en él, o porque Dios dispone así el meollo de mi pensamiento, tanto más libremente lo elijo y acepto; y, en verdad, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y fortifican; de tal manera que esa indiferencia que siento, cuando ninguna razón me arrastra, por su fuerza, hacia uno o otro lado, es el grado inferior de la libertad y más representa defecto en el conocimiento que perfección en la voluntad [...]"


René Descartes, Meditaciones metafísicas, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

22 noviembre 2012

Pienso, luego soy

[...] pensando que todos los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos podemos tenerlos también cuando dormimos, sin que ninguno sea en este caso verdadero, me resolví a suponer que todas las cosas que habían penetrado en mi espíritu eran tan falsas como las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, me di cuenta de que, mientras quería pensar que todo era falso, era absolutamente preciso que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa, observando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y cierta que las más extravagantes hipótesis de los escépticos no eran capaces de destruirla, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como primer principio de la filosofía que buscaba.


René Descartes, Discurso del Método, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

Simples razonamientos

Y pensaba también que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones son meramente probables y carecen de demostración, habiéndose formado y asentado poco a poco con las opiniones de muchas y diversas personas, no son tan próximas a la verdad como los simples razonamientos que puede hacer un hombre de buen sentido respecto de los problemas que se le presenten.


René Descartes, Discurso del Método, Aguilar, Buenos Aires, 2010.
 

20 noviembre 2012

Solo sé que nada sé

No hace falta que diga su nombre; solo diré que era un político y que, al examinarlo, me pasó lo que voy a referiros: llevé a cabo un examen a que lo sometí por medio de la conversación y tuve la impresión de que ese hombre parecía sabio a muchos y sobre todo a sí mismo, pero no lo era, y seguidamente procuré demostrarle que creía ser sabio sin serlo. A consecuencia de esto me gané su enemistad y la de muchos de los que estuvieron presentes, y partí pensando para mis adentros: "Yo soy más sabio que este hombre; es posible que ninguno de los dos sepamos cosa que valga la pena, pero él cree que sabe algo, pese a no saberlo, mientras que yo, así como no sé nada, tampoco creo saberlo."


Platón, Defensa de Sócrates, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

30 octubre 2012

El nuevo sistema

La brusca abolición de todos los privilegios de la autoridad, la declaración de nulidad de toda enseñanza tradicional, la institución del nuevo poder interior fundado sobre la evidencia, la duda, el "buen sentido", la observación de los hechos, la construcción rigurosa de los razonamientos, esa limpieza implacable de la mesa del laboratorio de la mente, era, en 1619, un sistema de medidas extraordinarias que adoptaba y dictaba en su soledad invernal un muchacho de veintitrés años, fortalecido por sus reflexiones, seguro de la virtud que había en ellas, a la cual daba él y en la cual encontraba la misma fuerza que el sentimiento mismo de su propio existir.


Paul Valéry, Descartes, por detrás, Losada, Buenos Aires, 2005.

20 octubre 2012

Nuestra ignorancia

Caminar por la selva es saber que uno no sabe nada. La selva te produce una extrema conciencia de tu propia pequeñez, de tu ignorancia: ahí al lado, junto a tu bota embarrada, más allá de ese árbol, detrás de ese pantano están pasando tantas cosas que no llegás a ver ni manejar --y que suceden. No me extraña que muchas culturas indias sean tan fatalistas. En la selva --pasos en los pantanos, cruzar agüitas,  lodos sobre un tronco, hundiéndose y hundiéndose-- nada es más seguro que pisar en la huella del que pisó adelante: seguir, con cuidado, cada uno de sus pasos. Después hablamos de la ley de la selva: pisar sobre los pasos anteriores, no arriesgar.

Pero caminar por la selva no sólo implica la ignorancia sino, sobre todo, la conciencia extrema de esa ignorancia. Un punto: esa conciencia aparece porque decidimos observar nuestra ignorancia, porque viajamos muchas horas para ponernos en situación de contemplarla. Así es más fácil. En realidad para tener conciencia de nuestra ignorancia alcanzaría con mirar cualquier noche estrellada, o pensar cinco minutos en la infinidad de los procesos bioquímicos necesarios para pensar cinco minutos o, incluso, intentar entender la Argentina --o algo así. Quizás  --sospecho-- irse a la selva o a cualquier lugar notoriamente desconocido, ajeno --viajar, en síntesis--, sirva para no pensar que tampoco entendemos lo propio, lo cercano.


Martín Caparrós, El interior, Seix Barral, Buenos Aires, 2010.

14 septiembre 2012

Rosarigasinas

Quizá sea porque recién son las siete menos cuarto de la tarde y acá todo trata de mostrarse muy puntual. En cualquier caso, me lo habían dicho varias veces:
 --No, vos te parás a las siete de la tarde en San Martín y Córdoba y te querés matar.
 Yo llevo un rato parado en esta esquina y sigo vivo. Córdoba y San Martín son peatonales y pasa mucha gente.
 --No sabés, diez, quince minutos en esa esquina y te morís de la tortícolis.
 Yo sabía que exageraban pero -me suele suceder- quise creerles:
 --Son las mejores minas del planeta, loco. Te parás ahí y es un infierno, un festival.
 Es raro cuando una cultura equipara infierno y festival: me gusta, me interesa.
 --No, boludo, en serio te lo digo.
 Yo estuve: juro que estuve. En una de las ochavas de esa esquina hay una casa de cambio ya cerrada; en otra un arco que fue la entrada de un banco de la Nación pero ahora se quedó solo en medio de la calle; en la tercera un McDonald's en un edificio majestuoso de principios de siglo, y en la cuarta una sedería fundada en 1948, cuando París era la clave de cualquier elegancia: Sedas Eiffel, se llama. Yo estuve y, sin ánimo de ofender, aquí estoy, vivo.
 --Y, tanta alharaca siempre produce desengaño. A mí me ha pasado lo mismo en Río de Janeiro, en Cali, lugares famosos por sus mujeres. Claro, vos estás un día, mirás un poco y no encontrás, seguro. Pero que las hay, las hay.
 Dice Fontanarrosa, como tantos otros: que las rosarinas son las mejores minas del país.
 --Pero no tiene mucho sentido, ¿no? Quiero decir: la mezcla de razas y la forma de vida es muy parecida a la de Buenos Aires, o sea que no habría razones para que el producto sea muy diferente. ¿Por qué podría ser?
 Les dije a varios y las respuestas son variadas, con predominio de los fundamentalistas que no buscan explicaciones: sostienen, furibundos. Otros sí razonan:
 --Mirá, quizás por que acá hubo más inmigración del norte de Italia y los países eslavos.
 --Quizás por que acá la vida es más tranquila, que las minas tienen más tiempo para ocuparse de esas cosas.
 --Quizás sea la concentración, nomás. Como es una ciudad más chica, las mejores se juntan en los mismo lugares, acá en la peatonal, en ciertos clubes...
 Dicen, entre otras, pero ninguna resulta del todo convincente.
 --Mirá, puede que sea pura sanata. Pero yo igual creo que habría que reforzar el atractivo turístico a la ciudad declarándola Capital Nacional de la Potra.
Dice Fontanarrosa y yo me río. A Fontanarrosa siempre le han dicho "el Negro" y me da un ataque de ternura patria: me parece que no hay nada más argento que decirle "Negro" -nuestro sobrenombre más propio- a un tipo de tez blanca y ascendencia italiana.
 --Sí, capaz que son ficciones que, afortunadamente para la ciudad, se han ido agrandando. Ésa es la mejor de las leyendas de Rosario, una de las más poderosas, y hay que mantenerla. No vayas a traicionar, no seas porteño.


Martín Caparrós,  El interior, Seix Barral, Buenos Aires, 2010.

11 septiembre 2012

La fuerza del sentimiento

[...] hay en el sentimiento algo que la música traduce poderosamente, es la intensidad del sentimiento, su fuerza, porque la fuerza del sentimiento está generalmente proporcionada a la potencia de la impresión que la ha provocado, y que al suscitar una fuerte impresión despierta la idea de un sentimiento poderoso correspondiente.


José Ingenieros, El lenguaje musical, Elmer Editor, Buenos Aires, 1958.

13 agosto 2012

Elena

Ciega a todo cuanto no fuera el placer de su amante, Elena se inclinaba sobre él, con el cabello en desorden, la boca cerca del pene, continuando el movimiento de sus manos y, al mismo tiempo, lamiendo el extremo del miembro cada vez que éste se le ponía al alcance de la lengua, y esto hasta que el cuerpo de Pierre empezaba a temblar y se excitaba hasta consumirse por obra de las manos y la boca de Elena, hasta quedar aniquilado. El semen fluía como en pequeñas olas rompiendo en la arena, rodando una sobre la otra; pequeñas olas de espuma salada en la arena de aquellas manos. Luego, tiernamente, encerraba el agotado pene en su boca, para recoger el precioso líquido de amor.
      El placer de Pierre produjo a Elena un goce tal que ella misma se sorprendió cuando él empezó a besarla con gratitud, mientras le decía:
      --Pero tú, tú no has sentido ningún placer.
      --Oh, sí --replicó Elena con una voz que no dejó lugar a dudas.
      Elena se maravillaba de la continuidad de su exaltación y se preguntaba cuándo su amor entraría en un periodo de reposo.


Anaïs Nin, Elena, citado en Rubén Solís Krause, La cultura de Eros, Robinbook, Barcelona, 2005.

10 agosto 2012

Felicidad y Alegría

Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría un líquido. [...]


J. D. Salinger, El período azul de Daumier-Smith, 9 Cuentos, Edhasa, Buenos Aires, 2010. 

La muerte es sueño

[...] -¿Conoces a Sven, el encargado del gimnasio? -preguntó. Esperó a que Nicholson asintiera-. Bueno, si Sven soñara esta noche que se muere su perro, dormiría muy mal, por que tiene un enorme cariño a ese perro. Pero, al despertarse por la mañana, todo estaría bien. Se daría cuenta de que todo no había sido nada más que un sueño.
 Nicholson asintió-
 -¿Qué quieres decir, exactamente?
 -Que, si el perro muriera de verdad, sería exactamente lo mismo. Sólo que no se daría cuenta. Se daría cuenta únicamente al morir él mismo.


J. D. Salinger, Teddy, 9 Cuentos, Edhasa, Buenos Aires, 2010.

06 agosto 2012

Un experimento teológico

[...] Albert Boadella cuenta que, en sus tiempos de monaguillo, decidió hacer, con su compinche Farriols, un experimento que "tenía un trasfondo claramente teológico, pues se trataba de ver si, al poner un líquido diferente en el cáliz, sucedía alguna cosa especial en la consagración o en la comunión del sacerdote... Al preparar las jarritas de las vinajeras con el vino y el agua, llené con mi pipí una de ellas, y, acto seguido, le fui tirando vino hasta disimular el color... Estaba casi seguro de que no pasaría nada, pero no podía evitar imágenes de rayos cayendo sobre el altar, fulminándonos a los responsables del sacrilegio, como en tantas historias que nos habían hecho creer... Yo esperaba los resultados desde la puerta de la sacristía, aunque el ángulo visual solo me permitía ver al Farriols, que, de cuando en cuando, me iba haciendo gestos de tranquilidad. Un instante después del toque de campanilla para la elevación del cáliz, el Farriols me miró con una expresión radiante. Efectivamente, ¡no había pasado nada...! La aventura nos proporcionó una extraordinaria seguridad; era como si hubiéramos salido triunfantes de un reto con las fuerzas ocultas. Naturalmente, a partir de ese día, todos los sermones y las historias sagradas me parecían un camelo monumental". (Memorias de un bufón, Espasa Calpe, Madrid, 2001, págs. 73-75)
 La guerra de los dioses fue anatemizada por los beatos, que la calificaron de blasfema y sacrílega, pero obviamente no fue fulminada por los rayos de una divinidad colérica, como no lo fueron los monaguillos traviesos. Y lo que quedará en pie, para la posteridad, será un prodigio del pensamiento libre impregnado de humor y sabiduría.


Rubén Solís Krause, fragmento de su pŕologo para Évariste Parny, La guerra de los dioses, Robinbook, Barcelona, 2002.

30 junio 2012

Defensa de Sócrates

Tal vez penséis, atenienses, que he sido condenado por falta de discursos del tipo de aquellos con que yo os hubiera convencido, si hubiese considerado necesario recurrir a todo, decirlo todo, con tal de escapar del castigo. Nada más lejos de la realidad. Sí he sido condenado por cierta carencia, pero no de discursos, sino de atrevimiento y desvergüenza y de querer expresarme ante vosotros del modo que más sería de vuestro gusto, lamentándome y llorando y haciendo y diciendo muchas cosas indignas de mí, como os he dicho, del jaez de las que, como es sabido, estáis acostumbrados a oír a los demás. Pero ni entonces consideré conveniente hacer por miedo al peligro nada que fuese bajo, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que mil veces prefiero morir habiéndome defendido de este modo, que vivir, si me hubiese defendido de aquella otra manera, pues ni en el proceso ni en la guerra debo yo, ni otro alguno, buscar el modo de rehuir la muerte apelando a cualquier medio. Por cierto que muchas veces en las batallas se hace evidente que podría uno escapar de la muerte deponiendo las armas y recurriendo a suplicar a los perseguidores, y hay otros recursos en cada clase de peligros para evitar la muerte, si uno se resigna a hacer y decir lo que sea. Y mucho me temo que no sea esto lo difícil, atenienses, rehuir la muerte, sino que resulte mucha más difícil escapar de la maldad. Y así como yo ahora partiré de aquí condenado por vosotros a la pena de muerte, estos marcharán acusados por la verdad de maldad e injusticia. Yo quedaré sujeto a la pena que se me ha impuesto y ellos a la suya. Tal vez era preciso que ello sucediera así, y creo que está bastante bien.


Platón, Defensa de Sócrates, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

23 junio 2012

Del Amor

Toda acción, en efecto, en sí misma no es ni bella ni fea, como, por ejemplo, lo que nosotros ahora hacemos, beber, cantar o conversar. Ninguna de estas cosas en sí es bella, pero en el modo de realizarla, según se ejecute, resulte de una forma o de otra, pues si se efectúan bien y rectamente resulta bella, y, en caso contrario, torpe. De la misma manera no todo amar ni todo Amor es bello ni digno de ser encomiado, sino solo aquel que nos impulse a amar bellamente.


Platón, El banquete, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

23 mayo 2012

Persuasión

Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, lo sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.


Patrick Süskind, El perfume.
Booket, Buenos Aires, 2010.

14 mayo 2012

Principios de la filosofía

[...] Fueron a sentarse a la mesa y Curval siguió filosofando un poco, porque en él las pasiones no influían en nada sobre los sistemas; firme en sus principios, era tan impío, tan ateo, tan criminal después de perder su leche como en pleno fuego del temperamento, y así es como todos los sabios deberían ser. Jamás la leche debe dictar ni dirigir los principios; deben ser los principios los que dicten la manera de perderla. Y ya sea que a uno se le pare o no, la filosofía, independiente de las pasiones, debe ser siempre la misma.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

El enigma psicológico



-Está en nuestro corazón -replicó Curval-. Una vez que el hombre se ha degradado, se ha envilecido por los excesos, hace que su espíritu adopte una especie de inclinación viciosa de la que ya nada puede apartarlo. En cualquier otro caso, la vergüenza serviría de contrapeso a los vicios a los que su espíritu le aconsejaría entregarse; pero en éste ya no es posible: es el primer sentimiento que ha hecho fenecer, es el primero que ha expulsado lejos de sí; y del estado en que se encuentra, de no sonrojarse, al de amar todo lo que lo haría sonrojarse, no hay más que un paso. Todo lo que le afectaba desagradablemente, al encontrar un alma preparada de diferente forma, se metamorfosea en placer y, a partir de ese momento, todo lo que recuerde el nuevo estado que se adopta sólo puede ser voluptuoso.
-Pero ¡cuánto camino hay que haber recorrido en el vicio para llegar ahí! -dijo el obispo.
-De acuerdo -asintió Curval-; pero es un camino de flores que va recorriéndose casi sin darse cuenta; como un vicio lleva al otro, nuestra insaciable imaginación no tarda en llevarnos hasta el último escalón... Pero en la carrera se va encalleciendo el corazón, y al llegar a la meta, si antes había valorado alguna virtud, ya no admite ninguna. Va acostumbrándose a cosas cada vez más intensas, aleja de sí las primeras suaves impresiones, aquéllas que hasta entonces lo excitaban; y como entiende perfectamente que la infamia y la deshonra serán a partir de entonces las consecuencias de sus acciones, se prepara para no temerles; y basta con que las haya saboreado para amarlas. A partir de allí ya no se detiene.
-Así que esto es lo que hace tan difícil la corrección -dijo el obispo.
-Mejor digamos imposible, amigo mío, ¿y cómo los castigos infligidos al que quieres corregir conseguirían convertirlo, si, a excepción de unas pocas privaciones, el estado de envilecimiento que caracteriza a aquél en que lo sitúas al castigarlo, le gusta, lo divierte, lo deleita, y disfruta interiormente por haber ido tan lejos como para merecer ser tratado de esta manera?
-¡Oh! ¡Qué enigma es el hombre! -exclamó el duque.
-Sí, amigo mío -respondió Curval-. Y esto es lo que llevó a decir a un hombre muy inteligente que era mejor embromarlo que comprenderlo.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

02 mayo 2012

El "placer" de la Desigualdad

[...] El duque argumentó que si la felicidad consistía en la total satisfacción de todos los placeres de los sentidos, resultaba difícil ser más felices de lo que eran.
-Esta reflexión no es la de un libertino -dijo Durcet-.
¿Y cómo podrías ser feliz si pudieras satisfacerte en todo momento? No está en el goce la felicidad, sino en el deseo, en tumbar los muros que se oponen a la satisfacción de los deseos. Ahora bien, ¿todo esto se encuentra aquí, donde sólo tengo que desear para tener? Juro -dijo- que, desde que estoy aquí, mi leche no se ha derramado ni una sola vez por los objetos que aquí están; sólo se ha derramado por los que no están. Y además -añadió el financiero-, en mi opinión, falta una cosa esencial para nuestra felicidad: el placer de la comparación, placer que sólo puede nacer del espectáculo de los desdichados, y aquí no vemos nada de eso. De la visión del que no disfruta de lo que yo tengo, y que sufre por eso, nace el encanto de poder decir: "Yo soy más feliz que él". Allí donde los hombres sean iguales y donde estas diferencias no existan, la felicidad jamás existirá. Es la historia del hombre que sólo conoce el valor de la salud cuando ha estado enfermo.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

21 abril 2012

De la religión

[...] el sentimiento religioso, al idealizarse, conviértese en puro amor al deber, a la justicia, a la belleza, a la verdad. 
[...]
Las religiones más supersticiosas son las menos morales, pues más atienden a la materialidad de las ceremonias que al contenido ético de la conducta. Lo mismo ocurre entre los adeptos de cada religión: la masa ignorante posee menor moralidad que las minorías cultas. El exceso de superstición excluye la primacía moral; son valores antitéticos.
[...]
Sólo después de adorar astros, animales, héroes, imágenes, aprende el hombre a elevar su veneración hasta ideales éticos. En todas las religiones la abundancia de las ofrendas y la crueldad de los sacrificios es signo de superstición, no de moralidad; las iglesias que manejan las unas y reglamentan los otros, son empresas en que la administración de los intereses temporales ha relegado a segundo plano las finalidades éticas.
[...]
La fe de los místicos es una fuerza para la acción, pero no es un método para llegar al conocimiento de la verdad. Un estado de ánimo que impulsa a creer apasionadamente es útil para obrar; pero como pasión que perturba el juicio, excluye la crítica y cristaliza la creencia, no es instrumento adecuado para investigar.
[...]
El sentimiento religioso, expurgado de las supersticiones ancestrales, podrá convertirse, en hombres más cultos, en una pura aspiración moral que no contradiga a las verdades de su tiempo; perfeccionándose en función de la experiencia, inspirará el deseo de obrar moralmente, dignificando la vida individual y social.


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

11 abril 2012

Del tiempo

Valorizando el tiempo se intensifica la vida. Cada hora, cada minuto, debe ser sabiamente aprovechado en el trabajo o en el placer. Vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en la disipación, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción deleitosa de todas las inclinaciones. La juventud que no sabe trabajar es tan desgraciada como la que no sabe divertirse.Todo instante perdido lo está para siempre; el tiempo es lo único irreparable y por el valor que le atribuyen puede medirse el mérito de los hombres. Los perezosos viven hastiados y se desesperan no hallando entretenimiento para sus días interminables; los activos no se tedian nunca y saben ingeniarse para centuplicar los minutos de cada hora. Mientras el holgazán no tiene tiempo para hacer cosa alguna de provecho, al laborioso le sobra para todo lo que se propone realizar.
El estéril no comprende cuándo trabaja el fecundo, ni adivina el ignorante cuándo estudia el sabio. Y es sencillo: trabajan y estudian siempre, por hábito, sin esfuerzo. Descansan de ejecutar, pensando; descansan de pensar, ejecutando. [...] El tiempo es el valor de ley más alta, dada la escasa duración de la vida humana. Perderlo es dejar de vivir.

Cada actividad es un descanso de otras. El organismo humano es capaz de múltiples trabajos que exigen atención y voluntad; la fatiga producida por cada uno de ellos puede repararse, con la simple variación del ejercicio. Solamente el conjunto de fatigas parciales produce una fatiga total que exige el reposo completo de la actividades conscientes: el sueño. [...]


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

07 abril 2012

De plata...

De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...


Magistral, exquisito y brillantísimo comienzo de la novela de Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

31 marzo 2012

Sobre el Amor

[...] parece adecuado hablar de una estupidificación temporal del ser humano por el amor. Sabido es que no se puede sostener una conversación normal con un enamorado, y mucho menos sobre el objeto de su amor. Las advertencias mejor intencionadas, argumentos irrefutables y observaciones evidentemente ciertas rebotan en un gran "pero": "¡Pero es que yo la quiero (o lo quiero)!", o bien, peor aún, se consideran actos hostiles, inspirados por la envidia, y se corresponden en consecuencia. Por eso no es raro que amistades de muchos años o relaciones consolidadas se rompan. Al que ama le da igual. Está dispuesto a renunciar a todo, salvo a la adoración de lo amado, a la que a toda costa tiene que someterse también su entorno.


Patrick Süskind, Sobre el amor y la muerte.
Seix Barral. Buenos Aires, 2006.

27 marzo 2012

Una que sepamos todos



El Maestro -pues así lo llamaban todas- hacía las presentaciones: Pierina del violino... Cattarina del corneto... Bettina della viola... Bianca Maria organista... Margherita del arpa doppia... Giuseppina del chitarrone... Claudia del flautino... Lucieta della tromba... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos -aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti -pues era él- se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón del carajo!"- gritaba Antonio. -"¡Ahora vas a ver, fraile putañero!"- respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tan acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!"- gritó Antonio, exasperando el fortíssimo. -"A mí ni se me oye"- gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palo de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Jorge Federico. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. -"¡Ahora!"- aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el da capo, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, óboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.


Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

22 marzo 2012

La antorcha suprema

El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

21 marzo 2012

El que aspira a parecer renuncia a ser

La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres, adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptar lo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

14 marzo 2012

Eppur si muove

A Galileo le presentaron la fórmula de abjuración que debió leer en voz alta: "Yo, Galileo, hijo del difunto Vicenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, emplazado en persona ante este tribunal y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendos señores cardenales inquisidores generales contra la depravación herética en la eterna comunidad cristiana, teniendo ante mis ojos y tocando con mis manos el Santo Evangelio, juro que siempre he creído, creo, y con la ayuda de Dios creeré en el futuro todo lo que es sostenido, predicado y enseñado por la Santa Católica y Apostólica Iglesia" (Koestler, Los sonámbulos, nota p. 491). Así comenzaba la abjuración. La prisión consistió en un confinamiento; el más largo fue el último que se efectuó en su casa de Florencia.


Galileo fue procesado a los setenta años, más que por herejía, por desobedecer órdenes. En rigor, la teoría de Copérnico nunca fue declarada herética formalmente. En su cautiverio, Galileo escribió, en forma clandestina, una obra fundamental: Discursos y demostraciones matemáticas en torno de dos Nuevas Ciencias, publicada en Leyden, Holanda, en 1638. Las dos ciencias eran la resistencia de materiales y la dinámica, y en el libro se describe la ley de caída libre y su aplicación a los proyectiles. Galileo murió en 1642, a los setenta y ocho años, el mismo año del nacimiento de Newton, rodeado de sus discípulos Castelli, Torricelli y Viviani. El epitafio de su tumba, que se halla en la Iglesia de Santa Croce en Florencia, cerca de las de Miguel Ángel y Maquiavelo, reza: "eppur si muove" (y sin embargo se mueve), las famosas palabras que Galileo, por lo menos en el juicio, parece no haber pronunciado nunca.



Marcelo Leonardo Levinas, Las imágenes del universo.
Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2006.

29 enero 2012

Pensamiento antiguo


Para los pitagóricos los fenómenos astronómicos estaban efectivamente ligados al sentido del oído. Los cuerpos celestes se movían tan armoniosamente que debían producir una música, aunque ella no pudiese escucharse... Y es que si en la Tierra los movimientos de los cuerpos -muy inferiores en tamaño y velocidad respecto de los de los astros- producían sonidos, entonces el Sol, la Luna y todas las estrellas, tan grandes en número y tamaño y moviéndose a enorme velocidad, debían producir sonidos inmensamente grandes. Es por ello que algunos pitagóricos supusieron que sus velocidades, medidas a través de sus distancias, guardaban entre sí las mismas proporciones que las concordancias musicales, por lo que afirmaron que los sonidos que producían esos movimientos circulares eran armónicos. El que no se los escuchase se explicaba por el hecho de que eran oídos desde el nacimiento; por eso resultaban indistinguibles del silencio. Sucedía lo mismo con los forjadores, quienes, acostumbrados al ruido de la forja, no se veían afectados por su sonido (Aristóteles, Del cielo, II, 9).


Marcelo Leonardo Levinas, Las imágenes del universo.
Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2006.

Tartufo

"Os declaro que el hombre es un animal perverso."  (Orgon)


Molière, Tartufo. Acto quinto, escena VI.
Terramar. Buenos Aires, 2003.