31 marzo 2012

Sobre el Amor

[...] parece adecuado hablar de una estupidificación temporal del ser humano por el amor. Sabido es que no se puede sostener una conversación normal con un enamorado, y mucho menos sobre el objeto de su amor. Las advertencias mejor intencionadas, argumentos irrefutables y observaciones evidentemente ciertas rebotan en un gran "pero": "¡Pero es que yo la quiero (o lo quiero)!", o bien, peor aún, se consideran actos hostiles, inspirados por la envidia, y se corresponden en consecuencia. Por eso no es raro que amistades de muchos años o relaciones consolidadas se rompan. Al que ama le da igual. Está dispuesto a renunciar a todo, salvo a la adoración de lo amado, a la que a toda costa tiene que someterse también su entorno.


Patrick Süskind, Sobre el amor y la muerte.
Seix Barral. Buenos Aires, 2006.

27 marzo 2012

Una que sepamos todos



El Maestro -pues así lo llamaban todas- hacía las presentaciones: Pierina del violino... Cattarina del corneto... Bettina della viola... Bianca Maria organista... Margherita del arpa doppia... Giuseppina del chitarrone... Claudia del flautino... Lucieta della tromba... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos -aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti -pues era él- se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón del carajo!"- gritaba Antonio. -"¡Ahora vas a ver, fraile putañero!"- respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tan acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!"- gritó Antonio, exasperando el fortíssimo. -"A mí ni se me oye"- gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palo de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Jorge Federico. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. -"¡Ahora!"- aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el da capo, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, óboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.


Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

22 marzo 2012

La antorcha suprema

El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

21 marzo 2012

El que aspira a parecer renuncia a ser

La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres, adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptar lo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

14 marzo 2012

Eppur si muove

A Galileo le presentaron la fórmula de abjuración que debió leer en voz alta: "Yo, Galileo, hijo del difunto Vicenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, emplazado en persona ante este tribunal y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendos señores cardenales inquisidores generales contra la depravación herética en la eterna comunidad cristiana, teniendo ante mis ojos y tocando con mis manos el Santo Evangelio, juro que siempre he creído, creo, y con la ayuda de Dios creeré en el futuro todo lo que es sostenido, predicado y enseñado por la Santa Católica y Apostólica Iglesia" (Koestler, Los sonámbulos, nota p. 491). Así comenzaba la abjuración. La prisión consistió en un confinamiento; el más largo fue el último que se efectuó en su casa de Florencia.


Galileo fue procesado a los setenta años, más que por herejía, por desobedecer órdenes. En rigor, la teoría de Copérnico nunca fue declarada herética formalmente. En su cautiverio, Galileo escribió, en forma clandestina, una obra fundamental: Discursos y demostraciones matemáticas en torno de dos Nuevas Ciencias, publicada en Leyden, Holanda, en 1638. Las dos ciencias eran la resistencia de materiales y la dinámica, y en el libro se describe la ley de caída libre y su aplicación a los proyectiles. Galileo murió en 1642, a los setenta y ocho años, el mismo año del nacimiento de Newton, rodeado de sus discípulos Castelli, Torricelli y Viviani. El epitafio de su tumba, que se halla en la Iglesia de Santa Croce en Florencia, cerca de las de Miguel Ángel y Maquiavelo, reza: "eppur si muove" (y sin embargo se mueve), las famosas palabras que Galileo, por lo menos en el juicio, parece no haber pronunciado nunca.



Marcelo Leonardo Levinas, Las imágenes del universo.
Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2006.