25 noviembre 2014

Amar

Amar es querer la libertad, la completa independencia de otro; el primer acto del verdadero amor es la emancipación completa del objeto que se ama; no se puede amar verdaderamente más que a un ser perfectamente libre, independiente, no sólo de todos los demás, sino aun y sobre todo de aquel de quien se es amado y a quien se ama. 
[…] querer la dependencia de aquel a quien se ama es amar una cosa y no un ser humano, porque no se distingue el ser humano de la cosa más que por la libertad; y si el amor implicase también la dependencia, sería lo más peligroso e infame del mundo, porque sería entonces una fuente inagotable de esclavitud y de embrutecimiento para la humanidad. 
Todo lo que emancipa a los hombres, todo lo que, al hacerlos volver a sí mismos, suscita en ellos el principio de su vida propia, de su actividad original y realmente independiente, todo lo que les da la fuerza para ser ellos mismos, es verdad; todo el resto es falso, liberticida, absurdo. Emancipar al hombre, he ahí la única influencia legítima y bienhechora. 
Abajo todos los dogmas religiosos y filosóficos —no son más que mentiras—; la verdad no es una teoría, sino un hecho; la vida misma es la comunidad de hombres libres e independientes, es la santa unidad del amor que brota de las profundidades misteriosas e infinitas de la libertad individual.


Mijail Bakunin, Carta a Pablo.
En Osvaldo Baigorria, El amor libre, Eros y anarquía. 2006.

24 noviembre 2014

Fronteras

[…] las fronteras son, ahora, el espacio donde más claramente se concreta la ideología exitosa de estos tiempos: la defensa contra lo externo, la obsesión de la Seguridad. Todo lo exterior es peligroso cuando entra: comidas, grasas, humos, preparados varios, cuerpos ajenos en el cuerpo propio. Y, por supuesto, las personas ajenas –extranjeros, extraños, marginales– en el cuerpo social, el cuerpo patrio. 
La prevención no es nueva; parece nueva su omnipresencia, su reino indiscutido. Pero ya los persas de hace treinta siglos inventaron, en su honor, la palabra paraíso: la armaron con daeza, pared, y pari, alrededor: paridaeza, el paraíso, era, primero, cualquier lugar con una pared alrededor, con una frontera alrededor, con exclusión alrededor –antes de transformarse en el country donde iban a parar las almas de los ricos. Paraíso es excluir a los otros, encerrarse sólo con los propios y resistir a los embates: amurarse, parapetarse tras fronteras. 
[…] 
La Excursión a los Indios Ranqueles y el Martín Fierro son formas de ponerse en la frontera, de cruzar la frontera para deshacerla. 
* La frontera como amenaza o limbo –donde se terminaba el poder del Estado argentino. 
* Mientras tanto, se iba consolidando –se iba escribiendo– la tercera frontera: la que el país abría para ser el que había querido aquel muchacho de provincias. El puerto de Buenos Aires fue la frontera decisiva, en ese breve lapso en que abrirla fue abrir todo relato, rearmar un país según palabras nuevas. 
Fue en ese breve lapso cuando se armó la idea confusa de que ser argentino era romper con las fronteras: ser la más pura mezcla. Contra esa mezcla militó el nacionalismo de principios del siglo XX, con la gauchesca y la ley de extranjería y los blablás patriotas. Por esa mezcla pudo nacer el tango, el sainete, una forma de hablar, Jorge Luis Borges, el cine de Santiago y Torre Nilsson, Gombrowicz, cierto rock, Cortázar, Saer, Quino y tantos otros textos. La Argentina no sería nada sin esa convicción de que nuestra cultura no está limitada por fronteras nacionales: de que la parte que nos corresponde es todo. La Argentina no sería nada si se hubiera impuesto a lo largo de su historia la peor forma de exclusión posible, la más popular, la más dañina: la Patria contra los extranjeros. La Argentina no sería nada si hubiera sido siempre como ahora.


Martín Caparrós, Los muros han vuelto. Revista Ñ.
http://www.clarin.com/rn/ideas/muros-vuelto_0_1253274684.html

10 noviembre 2014

El silencio

El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y yo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música; pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.



Felisberto Hernández,
Nadie encendía las lámparas, 1947.
(En Chitarroni, Brasca. Antología del cuento breve y oculto. Buenos Aires, Sudamericana.)