13 agosto 2012

Elena

Ciega a todo cuanto no fuera el placer de su amante, Elena se inclinaba sobre él, con el cabello en desorden, la boca cerca del pene, continuando el movimiento de sus manos y, al mismo tiempo, lamiendo el extremo del miembro cada vez que éste se le ponía al alcance de la lengua, y esto hasta que el cuerpo de Pierre empezaba a temblar y se excitaba hasta consumirse por obra de las manos y la boca de Elena, hasta quedar aniquilado. El semen fluía como en pequeñas olas rompiendo en la arena, rodando una sobre la otra; pequeñas olas de espuma salada en la arena de aquellas manos. Luego, tiernamente, encerraba el agotado pene en su boca, para recoger el precioso líquido de amor.
      El placer de Pierre produjo a Elena un goce tal que ella misma se sorprendió cuando él empezó a besarla con gratitud, mientras le decía:
      --Pero tú, tú no has sentido ningún placer.
      --Oh, sí --replicó Elena con una voz que no dejó lugar a dudas.
      Elena se maravillaba de la continuidad de su exaltación y se preguntaba cuándo su amor entraría en un periodo de reposo.


Anaïs Nin, Elena, citado en Rubén Solís Krause, La cultura de Eros, Robinbook, Barcelona, 2005.

10 agosto 2012

Felicidad y Alegría

Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría un líquido. [...]


J. D. Salinger, El período azul de Daumier-Smith, 9 Cuentos, Edhasa, Buenos Aires, 2010. 

La muerte es sueño

[...] -¿Conoces a Sven, el encargado del gimnasio? -preguntó. Esperó a que Nicholson asintiera-. Bueno, si Sven soñara esta noche que se muere su perro, dormiría muy mal, por que tiene un enorme cariño a ese perro. Pero, al despertarse por la mañana, todo estaría bien. Se daría cuenta de que todo no había sido nada más que un sueño.
 Nicholson asintió-
 -¿Qué quieres decir, exactamente?
 -Que, si el perro muriera de verdad, sería exactamente lo mismo. Sólo que no se daría cuenta. Se daría cuenta únicamente al morir él mismo.


J. D. Salinger, Teddy, 9 Cuentos, Edhasa, Buenos Aires, 2010.

06 agosto 2012

Un experimento teológico

[...] Albert Boadella cuenta que, en sus tiempos de monaguillo, decidió hacer, con su compinche Farriols, un experimento que "tenía un trasfondo claramente teológico, pues se trataba de ver si, al poner un líquido diferente en el cáliz, sucedía alguna cosa especial en la consagración o en la comunión del sacerdote... Al preparar las jarritas de las vinajeras con el vino y el agua, llené con mi pipí una de ellas, y, acto seguido, le fui tirando vino hasta disimular el color... Estaba casi seguro de que no pasaría nada, pero no podía evitar imágenes de rayos cayendo sobre el altar, fulminándonos a los responsables del sacrilegio, como en tantas historias que nos habían hecho creer... Yo esperaba los resultados desde la puerta de la sacristía, aunque el ángulo visual solo me permitía ver al Farriols, que, de cuando en cuando, me iba haciendo gestos de tranquilidad. Un instante después del toque de campanilla para la elevación del cáliz, el Farriols me miró con una expresión radiante. Efectivamente, ¡no había pasado nada...! La aventura nos proporcionó una extraordinaria seguridad; era como si hubiéramos salido triunfantes de un reto con las fuerzas ocultas. Naturalmente, a partir de ese día, todos los sermones y las historias sagradas me parecían un camelo monumental". (Memorias de un bufón, Espasa Calpe, Madrid, 2001, págs. 73-75)
 La guerra de los dioses fue anatemizada por los beatos, que la calificaron de blasfema y sacrílega, pero obviamente no fue fulminada por los rayos de una divinidad colérica, como no lo fueron los monaguillos traviesos. Y lo que quedará en pie, para la posteridad, será un prodigio del pensamiento libre impregnado de humor y sabiduría.


Rubén Solís Krause, fragmento de su pŕologo para Évariste Parny, La guerra de los dioses, Robinbook, Barcelona, 2002.