13 agosto 2012

Elena

Ciega a todo cuanto no fuera el placer de su amante, Elena se inclinaba sobre él, con el cabello en desorden, la boca cerca del pene, continuando el movimiento de sus manos y, al mismo tiempo, lamiendo el extremo del miembro cada vez que éste se le ponía al alcance de la lengua, y esto hasta que el cuerpo de Pierre empezaba a temblar y se excitaba hasta consumirse por obra de las manos y la boca de Elena, hasta quedar aniquilado. El semen fluía como en pequeñas olas rompiendo en la arena, rodando una sobre la otra; pequeñas olas de espuma salada en la arena de aquellas manos. Luego, tiernamente, encerraba el agotado pene en su boca, para recoger el precioso líquido de amor.
      El placer de Pierre produjo a Elena un goce tal que ella misma se sorprendió cuando él empezó a besarla con gratitud, mientras le decía:
      --Pero tú, tú no has sentido ningún placer.
      --Oh, sí --replicó Elena con una voz que no dejó lugar a dudas.
      Elena se maravillaba de la continuidad de su exaltación y se preguntaba cuándo su amor entraría en un periodo de reposo.


Anaïs Nin, Elena, citado en Rubén Solís Krause, La cultura de Eros, Robinbook, Barcelona, 2005.

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