20 mayo 2013

¿Los leíste todos?

Umberto Eco: A los que vienen a mi casa la primera vez, descubren mi biblioteca y no encuentran nada mejor que preguntarme: "¿Los has leído todos?", tengo diferentes maneras de responder. Un amigo mío contestaba: "Aún más, señor, aún más".
Por mi parte, tengo dos respuestas; la primera es: "No, estos libros son los que tengo que leer la semana que viene. Los que ya he leído están en la universidad". La segunda respuesta es: "No he leído ninguno de estos libros. Si no, ¿para qué los tendría?". Obviamente, hay otras respuestas, más polémicas, para humillar aún más al interlocutor y frustrarlo. La verdad es que todos nosotros tenemos en casa decenas, o centenares, a veces millares (si nuestra biblioteca es imponente) de libros que no hemos leído. Con todo, un día u otro acabamos por coger uno de esos libros y darnos cuenta de que ya lo conocemos. ¿Entonces? Hay una primera explicación ocultista que no hago mía: circulan ondas, desde el libro hasta nosotros. Segunda explicación: en el curso de los años no es verdad que nunca hayamos abierto ese libro, lo hemos cambiado de sitio muchas veces, quizá incluso hojeado, aunque no te acuerdes. Tercera respuesta: durante estos años has leído muchísimos libros que citaban a este libro, que así ha acabado resultándote familiar. Hay pues muchos modos de saber algo de los libros que no hemos leído. Afortunadamente. De otro modo, ¿Cómo podríamos encontrar el tiempo para releer cuatro veces el mismo libro?
[...]
Jean-Claude Carrière: Una biblioteca no está formada a la fuerza por libros que hemos leído o que leeremos un día; en efecto, es muy importante aclararlo. Una biblioteca recoge los libros que podemos leer, o que podríamos leer, aunque luego no los leamos nunca.
Umberto Eco: La biblioteca es la garantía de un saber.


Umberto Eco, Jean-Claude Carrière, Jean-Philippe de Tonnac, Nadie acabará con los libros, Sudamericana, Buenos Aires, 2012.

10 mayo 2013

Los almacenes de la memoria

Los archivos, las bibliotecas, son las celdas frigoríficas en las que almacenamos la memoria, de modo que el espacio cultural no quede completamente ocupado pero, al mismo tiempo, no tengamos que renunciar a lo que un día podría interesarnos. Si lo deseamos, en el futuro siempre podremos volver sobre lo que hemos almacenado.
Es probable que un historiador pueda encontrar los nombres de todos los que participaron en la batalla de Waterloo, pero estos nombres no se enseñan en la escuela, ni tampoco en la universidad, porque son detalles innecesarios, o aun peligrosos.
Pongo otro ejemplo. Lo sabemos todo sobre Calpurnia, la última mujer de César, hasta los idus de marzo, fecha del asesinato, cuando ella le desaconsejaba que vaya al Senado porque ha tenido un mal sueño. Tras la muerte de César, no sabemos nada más de Calpurnia. Desaparece de nuestra memoria. ¿Por qué? Porque ya no es útil tener información sobre esta mujer. Y no porque, como se podría sospechar, era una mujer. También Clara Schumann lo era, pero de ella lo sabemos todo, incluso después de la muerte de Robert. La cultura, por lo tanto, es esa selección. La cultura contemporánea, al contrario, mediante internet, nos inunda de detalles sobre todas las Calpurnia del planeta, todos los días, minuto a minuto, por lo que un niño que tenga que hacer un búsqueda para cumplir con sus deberes escolares puede tener la sensación de que Calpurnia es tan importante como César.


Umberto Eco, Jean-Claude Carrière, Jean-Philippe de Tonnac, Nadie acabará con los libros, Sudamericana, Buenos Aires, 2012.

01 mayo 2013

Los Palmares

[...] los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio. El reino independiente de los Palmares -convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado "a semejanza de los muchos que existían  en África en el siglo XVII". Se extendía desde las vecindades del Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoas: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre "de mayor prestigio y felicidad en la guerra o en el mando". En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.
La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. "No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró dieciocho meses." Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires.
Dos años después, el jefe Zumbi, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.


Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Catálogos, Buenos Aires, 2009.