27 marzo 2012

Una que sepamos todos



El Maestro -pues así lo llamaban todas- hacía las presentaciones: Pierina del violino... Cattarina del corneto... Bettina della viola... Bianca Maria organista... Margherita del arpa doppia... Giuseppina del chitarrone... Claudia del flautino... Lucieta della tromba... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos -aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti -pues era él- se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón del carajo!"- gritaba Antonio. -"¡Ahora vas a ver, fraile putañero!"- respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tan acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!"- gritó Antonio, exasperando el fortíssimo. -"A mí ni se me oye"- gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palo de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Jorge Federico. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. -"¡Ahora!"- aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el da capo, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, óboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.


Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

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