07 noviembre 2017

Política

Efectivamente, la política no es en principio el ejercicio del poder y la lucha por el poder. Es ante todo la configuración de un espacio específico, la circunscripción de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y que responden a una decisión común, de sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos. He tratado en otro lugar de mostrar cómo la política era el conflicto mismo sobre la existencia de este espacio, sobre la designación de objetos que compartían algo común y de sujetos con una capacidad de lenguaje común.
El hombre, dice Aristóteles, es político porque posee el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto, mientras que el animal solo tiene el grito para   expresar placer o sufrimiento. Toda la cuestión reside entonces en saber quien   posee el lenguaje y quién solamente el grito. El rechazo a considerar a   determinadas categorías de personas como individuos políticos ha tenido que   ver siempre con la negativa a escuchar los sonidos que salían de sus bocas   como algo inteligible. O bien con la constatación de su imposibilidad material   para ocupar el espacio-tiempo de los asuntos políticos. Los artesanos, dice   Platón, no tienen tiempo para estar en otro lugar más que en su trabajo. Ese "en otro lugar" en el que no pueden estar es, por supuesto, la asamblea del   pueblo. La «falta de tiempo» es de hecho la prohibición natural, inscrita incluso   en las formas de la experiencia sensible.  
La política sobreviene cuando aquellos que «no tienen» tiempo se toman ese   tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común y para   demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de cosas   comunes y no solamente un grito que denota sufrimiento.
[...]
La política consiste en   reconfigurar la división de lo sensible, en introducir sujetos y objetos nuevos, en   hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como a seres dotados de la   palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales   ruidosos. Este proceso de creación de disensos constituye una estética de la   política que no tiene nada que ver con las formas de puesta en escena del   poder y de la movilización de las masas designados por Walter Benjamin como   «estatización de la política».

Jacques Rancière, Políticas estéticas.

01 noviembre 2017

Se confundía el género con la élite



Que cada cual reflexione como quiera, con tal 
de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes
que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor
distracción del pensamiento es una complicidad criminal con
el colonialismo. Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre
todo, porque no se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo,
para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias:
también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es
decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono
que vive en cada uno de nosotros. Debemos volver la mirada
hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para
ver qué hay en nosotros. Primero hay que afrontar un
espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo.
Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología
mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y
su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello
predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos!
Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han
aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han
servido sus hermanos menores, sin vacilación ni
remordimiento, han emprendido un "genocidio",
indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas,
arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por 
retirar su carta del juego. No pueden retirarla: tiene que 
permanecer allí hasta el final. Compréndanlo de una vez: si la 
violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no 
han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada "no 
violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen 
todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están 
condicionados por una opresión milenaria, su pasividad no 
sirve sino para alinearlos del lado de los opresores. 
Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que 
nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los 
"continentes nuevos" para traerlos a las viejas metrópolis. No 
sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales 
industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los 
mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa, 
cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus 
habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un 
cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la 
explotación colonial. Ese continente gordo y lívido acaba por 
caer en lo que Fanon llama justamente el "narcisismo". 
Cocteau se irritaba con París, "esa ciudad que habla todo el 
tiempo de sí misma". ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese 
monstruo supereuropeo, la América del Norte? Palabras: 
libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué se 
yo? Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases 
racistas, cochino negro, cochino judío, cochino ratón. Los 
buenos espíritus, liberales y tiernos —los neocolonialistas, en 
una palabra— pretendían sentirse asqueados por esa 
inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente, entre 
nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no 
ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y 
monstruos. Mientras existió la condición de indígena, la 
impostura no se descubrió; se encontraba en el género humano 
una abstracta formulación de universalidad que servía para 
encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, 
una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años 
quizá, alcanzarían nuestra condición. En resumen, se 
confundía el género con la élite. Actualmente el indígena 
revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan cerrado revela 
su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que 
es peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra 
nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género 
humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una 
pandilla. Nuestros caros valores pierden sus alas; si los 
contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no 
esté manchado de sangre. Si necesitan ustedes un ejemplo, 
recuerden las grandes frases: ¡cuan generosa es Francia! 
¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra 
feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos? 
Y la tortura. Pero comprendan que no se nos reprocha haber 
traicionado una misión: simplemente porque no teníamos 
ninguna. Es la generosidad misma la que se pone en duda; esa 
hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido: 
condición otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y 
liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a 
nadie. Cada uno tiene todos los derechos. 
[…]
No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes 
cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no 
digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, 
por miedo a tener que juzgarse a sí mismos.


Jean-Paul Sartre, prólogo a Frantz Fanon, Los condenados de la tierra.