06 agosto 2012

Un experimento teológico

[...] Albert Boadella cuenta que, en sus tiempos de monaguillo, decidió hacer, con su compinche Farriols, un experimento que "tenía un trasfondo claramente teológico, pues se trataba de ver si, al poner un líquido diferente en el cáliz, sucedía alguna cosa especial en la consagración o en la comunión del sacerdote... Al preparar las jarritas de las vinajeras con el vino y el agua, llené con mi pipí una de ellas, y, acto seguido, le fui tirando vino hasta disimular el color... Estaba casi seguro de que no pasaría nada, pero no podía evitar imágenes de rayos cayendo sobre el altar, fulminándonos a los responsables del sacrilegio, como en tantas historias que nos habían hecho creer... Yo esperaba los resultados desde la puerta de la sacristía, aunque el ángulo visual solo me permitía ver al Farriols, que, de cuando en cuando, me iba haciendo gestos de tranquilidad. Un instante después del toque de campanilla para la elevación del cáliz, el Farriols me miró con una expresión radiante. Efectivamente, ¡no había pasado nada...! La aventura nos proporcionó una extraordinaria seguridad; era como si hubiéramos salido triunfantes de un reto con las fuerzas ocultas. Naturalmente, a partir de ese día, todos los sermones y las historias sagradas me parecían un camelo monumental". (Memorias de un bufón, Espasa Calpe, Madrid, 2001, págs. 73-75)
 La guerra de los dioses fue anatemizada por los beatos, que la calificaron de blasfema y sacrílega, pero obviamente no fue fulminada por los rayos de una divinidad colérica, como no lo fueron los monaguillos traviesos. Y lo que quedará en pie, para la posteridad, será un prodigio del pensamiento libre impregnado de humor y sabiduría.


Rubén Solís Krause, fragmento de su pŕologo para Évariste Parny, La guerra de los dioses, Robinbook, Barcelona, 2002.

30 junio 2012

Defensa de Sócrates

Tal vez penséis, atenienses, que he sido condenado por falta de discursos del tipo de aquellos con que yo os hubiera convencido, si hubiese considerado necesario recurrir a todo, decirlo todo, con tal de escapar del castigo. Nada más lejos de la realidad. Sí he sido condenado por cierta carencia, pero no de discursos, sino de atrevimiento y desvergüenza y de querer expresarme ante vosotros del modo que más sería de vuestro gusto, lamentándome y llorando y haciendo y diciendo muchas cosas indignas de mí, como os he dicho, del jaez de las que, como es sabido, estáis acostumbrados a oír a los demás. Pero ni entonces consideré conveniente hacer por miedo al peligro nada que fuese bajo, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que mil veces prefiero morir habiéndome defendido de este modo, que vivir, si me hubiese defendido de aquella otra manera, pues ni en el proceso ni en la guerra debo yo, ni otro alguno, buscar el modo de rehuir la muerte apelando a cualquier medio. Por cierto que muchas veces en las batallas se hace evidente que podría uno escapar de la muerte deponiendo las armas y recurriendo a suplicar a los perseguidores, y hay otros recursos en cada clase de peligros para evitar la muerte, si uno se resigna a hacer y decir lo que sea. Y mucho me temo que no sea esto lo difícil, atenienses, rehuir la muerte, sino que resulte mucha más difícil escapar de la maldad. Y así como yo ahora partiré de aquí condenado por vosotros a la pena de muerte, estos marcharán acusados por la verdad de maldad e injusticia. Yo quedaré sujeto a la pena que se me ha impuesto y ellos a la suya. Tal vez era preciso que ello sucediera así, y creo que está bastante bien.


Platón, Defensa de Sócrates, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

23 junio 2012

Del Amor

Toda acción, en efecto, en sí misma no es ni bella ni fea, como, por ejemplo, lo que nosotros ahora hacemos, beber, cantar o conversar. Ninguna de estas cosas en sí es bella, pero en el modo de realizarla, según se ejecute, resulte de una forma o de otra, pues si se efectúan bien y rectamente resulta bella, y, en caso contrario, torpe. De la misma manera no todo amar ni todo Amor es bello ni digno de ser encomiado, sino solo aquel que nos impulse a amar bellamente.


Platón, El banquete, Aguilar, Buenos Aires, 2010.

23 mayo 2012

Persuasión

Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, lo sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.


Patrick Süskind, El perfume.
Booket, Buenos Aires, 2010.

14 mayo 2012

Principios de la filosofía

[...] Fueron a sentarse a la mesa y Curval siguió filosofando un poco, porque en él las pasiones no influían en nada sobre los sistemas; firme en sus principios, era tan impío, tan ateo, tan criminal después de perder su leche como en pleno fuego del temperamento, y así es como todos los sabios deberían ser. Jamás la leche debe dictar ni dirigir los principios; deben ser los principios los que dicten la manera de perderla. Y ya sea que a uno se le pare o no, la filosofía, independiente de las pasiones, debe ser siempre la misma.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

El enigma psicológico



-Está en nuestro corazón -replicó Curval-. Una vez que el hombre se ha degradado, se ha envilecido por los excesos, hace que su espíritu adopte una especie de inclinación viciosa de la que ya nada puede apartarlo. En cualquier otro caso, la vergüenza serviría de contrapeso a los vicios a los que su espíritu le aconsejaría entregarse; pero en éste ya no es posible: es el primer sentimiento que ha hecho fenecer, es el primero que ha expulsado lejos de sí; y del estado en que se encuentra, de no sonrojarse, al de amar todo lo que lo haría sonrojarse, no hay más que un paso. Todo lo que le afectaba desagradablemente, al encontrar un alma preparada de diferente forma, se metamorfosea en placer y, a partir de ese momento, todo lo que recuerde el nuevo estado que se adopta sólo puede ser voluptuoso.
-Pero ¡cuánto camino hay que haber recorrido en el vicio para llegar ahí! -dijo el obispo.
-De acuerdo -asintió Curval-; pero es un camino de flores que va recorriéndose casi sin darse cuenta; como un vicio lleva al otro, nuestra insaciable imaginación no tarda en llevarnos hasta el último escalón... Pero en la carrera se va encalleciendo el corazón, y al llegar a la meta, si antes había valorado alguna virtud, ya no admite ninguna. Va acostumbrándose a cosas cada vez más intensas, aleja de sí las primeras suaves impresiones, aquéllas que hasta entonces lo excitaban; y como entiende perfectamente que la infamia y la deshonra serán a partir de entonces las consecuencias de sus acciones, se prepara para no temerles; y basta con que las haya saboreado para amarlas. A partir de allí ya no se detiene.
-Así que esto es lo que hace tan difícil la corrección -dijo el obispo.
-Mejor digamos imposible, amigo mío, ¿y cómo los castigos infligidos al que quieres corregir conseguirían convertirlo, si, a excepción de unas pocas privaciones, el estado de envilecimiento que caracteriza a aquél en que lo sitúas al castigarlo, le gusta, lo divierte, lo deleita, y disfruta interiormente por haber ido tan lejos como para merecer ser tratado de esta manera?
-¡Oh! ¡Qué enigma es el hombre! -exclamó el duque.
-Sí, amigo mío -respondió Curval-. Y esto es lo que llevó a decir a un hombre muy inteligente que era mejor embromarlo que comprenderlo.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

02 mayo 2012

El "placer" de la Desigualdad

[...] El duque argumentó que si la felicidad consistía en la total satisfacción de todos los placeres de los sentidos, resultaba difícil ser más felices de lo que eran.
-Esta reflexión no es la de un libertino -dijo Durcet-.
¿Y cómo podrías ser feliz si pudieras satisfacerte en todo momento? No está en el goce la felicidad, sino en el deseo, en tumbar los muros que se oponen a la satisfacción de los deseos. Ahora bien, ¿todo esto se encuentra aquí, donde sólo tengo que desear para tener? Juro -dijo- que, desde que estoy aquí, mi leche no se ha derramado ni una sola vez por los objetos que aquí están; sólo se ha derramado por los que no están. Y además -añadió el financiero-, en mi opinión, falta una cosa esencial para nuestra felicidad: el placer de la comparación, placer que sólo puede nacer del espectáculo de los desdichados, y aquí no vemos nada de eso. De la visión del que no disfruta de lo que yo tengo, y que sufre por eso, nace el encanto de poder decir: "Yo soy más feliz que él". Allí donde los hombres sean iguales y donde estas diferencias no existan, la felicidad jamás existirá. Es la historia del hombre que sólo conoce el valor de la salud cuando ha estado enfermo.


Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma.
Gradifco. Buenos Aires, 2009.

21 abril 2012

De la religión

[...] el sentimiento religioso, al idealizarse, conviértese en puro amor al deber, a la justicia, a la belleza, a la verdad. 
[...]
Las religiones más supersticiosas son las menos morales, pues más atienden a la materialidad de las ceremonias que al contenido ético de la conducta. Lo mismo ocurre entre los adeptos de cada religión: la masa ignorante posee menor moralidad que las minorías cultas. El exceso de superstición excluye la primacía moral; son valores antitéticos.
[...]
Sólo después de adorar astros, animales, héroes, imágenes, aprende el hombre a elevar su veneración hasta ideales éticos. En todas las religiones la abundancia de las ofrendas y la crueldad de los sacrificios es signo de superstición, no de moralidad; las iglesias que manejan las unas y reglamentan los otros, son empresas en que la administración de los intereses temporales ha relegado a segundo plano las finalidades éticas.
[...]
La fe de los místicos es una fuerza para la acción, pero no es un método para llegar al conocimiento de la verdad. Un estado de ánimo que impulsa a creer apasionadamente es útil para obrar; pero como pasión que perturba el juicio, excluye la crítica y cristaliza la creencia, no es instrumento adecuado para investigar.
[...]
El sentimiento religioso, expurgado de las supersticiones ancestrales, podrá convertirse, en hombres más cultos, en una pura aspiración moral que no contradiga a las verdades de su tiempo; perfeccionándose en función de la experiencia, inspirará el deseo de obrar moralmente, dignificando la vida individual y social.


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

11 abril 2012

Del tiempo

Valorizando el tiempo se intensifica la vida. Cada hora, cada minuto, debe ser sabiamente aprovechado en el trabajo o en el placer. Vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en la disipación, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción deleitosa de todas las inclinaciones. La juventud que no sabe trabajar es tan desgraciada como la que no sabe divertirse.Todo instante perdido lo está para siempre; el tiempo es lo único irreparable y por el valor que le atribuyen puede medirse el mérito de los hombres. Los perezosos viven hastiados y se desesperan no hallando entretenimiento para sus días interminables; los activos no se tedian nunca y saben ingeniarse para centuplicar los minutos de cada hora. Mientras el holgazán no tiene tiempo para hacer cosa alguna de provecho, al laborioso le sobra para todo lo que se propone realizar.
El estéril no comprende cuándo trabaja el fecundo, ni adivina el ignorante cuándo estudia el sabio. Y es sencillo: trabajan y estudian siempre, por hábito, sin esfuerzo. Descansan de ejecutar, pensando; descansan de pensar, ejecutando. [...] El tiempo es el valor de ley más alta, dada la escasa duración de la vida humana. Perderlo es dejar de vivir.

Cada actividad es un descanso de otras. El organismo humano es capaz de múltiples trabajos que exigen atención y voluntad; la fatiga producida por cada uno de ellos puede repararse, con la simple variación del ejercicio. Solamente el conjunto de fatigas parciales produce una fatiga total que exige el reposo completo de la actividades conscientes: el sueño. [...]


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

07 abril 2012

De plata...

De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...


Magistral, exquisito y brillantísimo comienzo de la novela de Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.