21 abril 2012

De la religión

[...] el sentimiento religioso, al idealizarse, conviértese en puro amor al deber, a la justicia, a la belleza, a la verdad. 
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Las religiones más supersticiosas son las menos morales, pues más atienden a la materialidad de las ceremonias que al contenido ético de la conducta. Lo mismo ocurre entre los adeptos de cada religión: la masa ignorante posee menor moralidad que las minorías cultas. El exceso de superstición excluye la primacía moral; son valores antitéticos.
[...]
Sólo después de adorar astros, animales, héroes, imágenes, aprende el hombre a elevar su veneración hasta ideales éticos. En todas las religiones la abundancia de las ofrendas y la crueldad de los sacrificios es signo de superstición, no de moralidad; las iglesias que manejan las unas y reglamentan los otros, son empresas en que la administración de los intereses temporales ha relegado a segundo plano las finalidades éticas.
[...]
La fe de los místicos es una fuerza para la acción, pero no es un método para llegar al conocimiento de la verdad. Un estado de ánimo que impulsa a creer apasionadamente es útil para obrar; pero como pasión que perturba el juicio, excluye la crítica y cristaliza la creencia, no es instrumento adecuado para investigar.
[...]
El sentimiento religioso, expurgado de las supersticiones ancestrales, podrá convertirse, en hombres más cultos, en una pura aspiración moral que no contradiga a las verdades de su tiempo; perfeccionándose en función de la experiencia, inspirará el deseo de obrar moralmente, dignificando la vida individual y social.


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

11 abril 2012

Del tiempo

Valorizando el tiempo se intensifica la vida. Cada hora, cada minuto, debe ser sabiamente aprovechado en el trabajo o en el placer. Vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en la disipación, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción deleitosa de todas las inclinaciones. La juventud que no sabe trabajar es tan desgraciada como la que no sabe divertirse.Todo instante perdido lo está para siempre; el tiempo es lo único irreparable y por el valor que le atribuyen puede medirse el mérito de los hombres. Los perezosos viven hastiados y se desesperan no hallando entretenimiento para sus días interminables; los activos no se tedian nunca y saben ingeniarse para centuplicar los minutos de cada hora. Mientras el holgazán no tiene tiempo para hacer cosa alguna de provecho, al laborioso le sobra para todo lo que se propone realizar.
El estéril no comprende cuándo trabaja el fecundo, ni adivina el ignorante cuándo estudia el sabio. Y es sencillo: trabajan y estudian siempre, por hábito, sin esfuerzo. Descansan de ejecutar, pensando; descansan de pensar, ejecutando. [...] El tiempo es el valor de ley más alta, dada la escasa duración de la vida humana. Perderlo es dejar de vivir.

Cada actividad es un descanso de otras. El organismo humano es capaz de múltiples trabajos que exigen atención y voluntad; la fatiga producida por cada uno de ellos puede repararse, con la simple variación del ejercicio. Solamente el conjunto de fatigas parciales produce una fatiga total que exige el reposo completo de la actividades conscientes: el sueño. [...]


José Ingenieros, Las fuerzas morales.
Altamira. Buenos Aires, 1999.

07 abril 2012

De plata...

De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...


Magistral, exquisito y brillantísimo comienzo de la novela de Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

31 marzo 2012

Sobre el Amor

[...] parece adecuado hablar de una estupidificación temporal del ser humano por el amor. Sabido es que no se puede sostener una conversación normal con un enamorado, y mucho menos sobre el objeto de su amor. Las advertencias mejor intencionadas, argumentos irrefutables y observaciones evidentemente ciertas rebotan en un gran "pero": "¡Pero es que yo la quiero (o lo quiero)!", o bien, peor aún, se consideran actos hostiles, inspirados por la envidia, y se corresponden en consecuencia. Por eso no es raro que amistades de muchos años o relaciones consolidadas se rompan. Al que ama le da igual. Está dispuesto a renunciar a todo, salvo a la adoración de lo amado, a la que a toda costa tiene que someterse también su entorno.


Patrick Süskind, Sobre el amor y la muerte.
Seix Barral. Buenos Aires, 2006.

27 marzo 2012

Una que sepamos todos



El Maestro -pues así lo llamaban todas- hacía las presentaciones: Pierina del violino... Cattarina del corneto... Bettina della viola... Bianca Maria organista... Margherita del arpa doppia... Giuseppina del chitarrone... Claudia del flautino... Lucieta della tromba... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos -aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti -pues era él- se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón del carajo!"- gritaba Antonio. -"¡Ahora vas a ver, fraile putañero!"- respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tan acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!"- gritó Antonio, exasperando el fortíssimo. -"A mí ni se me oye"- gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palo de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Jorge Federico. -¡"Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. -"¡Ahora!"- aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el da capo, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, óboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.


Alejo Carpentier, Concierto barroco.
Ed. Lectorum. Ciudad de México, 2003.

22 marzo 2012

La antorcha suprema

El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

21 marzo 2012

El que aspira a parecer renuncia a ser

La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres, adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptar lo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.


José Ingenieros, El hombre mediocre.
Ed. Losada. Buenos Aires, 2008.

14 marzo 2012

Eppur si muove

A Galileo le presentaron la fórmula de abjuración que debió leer en voz alta: "Yo, Galileo, hijo del difunto Vicenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, emplazado en persona ante este tribunal y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendos señores cardenales inquisidores generales contra la depravación herética en la eterna comunidad cristiana, teniendo ante mis ojos y tocando con mis manos el Santo Evangelio, juro que siempre he creído, creo, y con la ayuda de Dios creeré en el futuro todo lo que es sostenido, predicado y enseñado por la Santa Católica y Apostólica Iglesia" (Koestler, Los sonámbulos, nota p. 491). Así comenzaba la abjuración. La prisión consistió en un confinamiento; el más largo fue el último que se efectuó en su casa de Florencia.


Galileo fue procesado a los setenta años, más que por herejía, por desobedecer órdenes. En rigor, la teoría de Copérnico nunca fue declarada herética formalmente. En su cautiverio, Galileo escribió, en forma clandestina, una obra fundamental: Discursos y demostraciones matemáticas en torno de dos Nuevas Ciencias, publicada en Leyden, Holanda, en 1638. Las dos ciencias eran la resistencia de materiales y la dinámica, y en el libro se describe la ley de caída libre y su aplicación a los proyectiles. Galileo murió en 1642, a los setenta y ocho años, el mismo año del nacimiento de Newton, rodeado de sus discípulos Castelli, Torricelli y Viviani. El epitafio de su tumba, que se halla en la Iglesia de Santa Croce en Florencia, cerca de las de Miguel Ángel y Maquiavelo, reza: "eppur si muove" (y sin embargo se mueve), las famosas palabras que Galileo, por lo menos en el juicio, parece no haber pronunciado nunca.



Marcelo Leonardo Levinas, Las imágenes del universo.
Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2006.

29 enero 2012

Pensamiento antiguo


Para los pitagóricos los fenómenos astronómicos estaban efectivamente ligados al sentido del oído. Los cuerpos celestes se movían tan armoniosamente que debían producir una música, aunque ella no pudiese escucharse... Y es que si en la Tierra los movimientos de los cuerpos -muy inferiores en tamaño y velocidad respecto de los de los astros- producían sonidos, entonces el Sol, la Luna y todas las estrellas, tan grandes en número y tamaño y moviéndose a enorme velocidad, debían producir sonidos inmensamente grandes. Es por ello que algunos pitagóricos supusieron que sus velocidades, medidas a través de sus distancias, guardaban entre sí las mismas proporciones que las concordancias musicales, por lo que afirmaron que los sonidos que producían esos movimientos circulares eran armónicos. El que no se los escuchase se explicaba por el hecho de que eran oídos desde el nacimiento; por eso resultaban indistinguibles del silencio. Sucedía lo mismo con los forjadores, quienes, acostumbrados al ruido de la forja, no se veían afectados por su sonido (Aristóteles, Del cielo, II, 9).


Marcelo Leonardo Levinas, Las imágenes del universo.
Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2006.

Tartufo

"Os declaro que el hombre es un animal perverso."  (Orgon)


Molière, Tartufo. Acto quinto, escena VI.
Terramar. Buenos Aires, 2003.