12 abril 2017

Capital humano

La creación de una fuerza de trabajo altamente productiva dio lugar a la teoría del llamado «capital humano», que es una de las ideas económicas vigentes más disparatadas que cupiera imaginar. Encontró su primera expresión  en  los  escritos  de  Adam  Smith.  Tal  como  él  argumentaba,  la adquisición de talentos productivos por parte de los trabajadores «mediante la educación, el estudio o el aprendizaje, supone siempre un gasto real, destinado a la preparación del sujeto que los adquiere, y viene a ser como un capital fijo y realizado, por decirlo así, en su persona. Así como esos talentos  forman  parte  del  patrimonio  del  individuo,  de  igual  suerte  integran el  de  la  sociedad  a  la  cual  aquel  pertenece.  La  destreza  perfeccionada  de un operario se puede considerar bajo el mismo aspecto que una máquina o instrumento productivo, que facilita y abrevia el trabajo y que, aunque ocasiona  algunos  gastos,  los  retorna  acompañados  de  un  beneficio».  La cuestión,  por  supuesto,  es  quién  paga  la  factura  por  la  creación  de  tales talentos  –los  trabajadores,  el  Estado,  los  capitalistas  o  alguna  institución de la sociedad civil (como la Iglesia)– y quién obtiene los beneficios (o el «lucro» en palabras de Adam Smith).
Evidentemente, una mano de obra cualificada y bien entrenada podría esperar razonablemente un mayor nivel de remuneración que la que no lo está, pero eso no es más que un lejano eco de la idea de que un salario más alto es una especie de ganancia por la inversión que los trabajadores han hecho  en  su  propia  educación  y  habilidades.  El  problema,  como  señaló Karl Marx en su acerba crítica de Adam Smith, es que el trabajador solo puede realizar el mayor valor de esas habilidades trabajando para el capital en condiciones de explotación, de forma que en definitiva es el capital y no el trabajador el que cosecha el beneficio de la mayor productividad del trabajo. En tiempos recientes, por ejemplo, la productividad de los trabajadores ha aumentado pero la proporción que se les cede de lo producido ha disminuido. En cualquier caso, si lo que el trabajador posee auténticamente en forma corpórea fuera capital –señalaba Marx–, podría tumbarse y vivir de los intereses de su capital sin trabajar un solo día (el capital, como relación de propiedad, siempre tiene a su alcance esa opción). Por lo que yo sé, la principal consecuencia de la resurrección de la teoría del capital humano, realizada por Gary Becker en la década de 1960, fue enterrar la importancia de la relación de clase entre capital y trabajo y hacerla parecer como si todos fuéramos capitalistas que obtenemos distintas tasas de beneficio de nuestro capital (humano o de otro tipo). Si los trabajadores reciben  salarios  muy  bajos,  se  podría  entonces  argumentar  que  eso  solo refleja el hecho de que no han invertido suficiente esfuerzo en construir su capital humano, ¡y solo sería culpa suya que se les pague tan poco! No cabe pues sorprenderse de que las principales instituciones del capital, desde los departamentos de economía de las universidades hasta el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abrazaran calurosamente esa ficción teórica, por razones ideológicas y no por sólidas razones intelectuales.


David Harvey, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo — 1.ª ed. — Quito: Editorial IAEN, 2014.
(Cursivas y negritas nuestras)

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