16 diciembre 2013

El barniz

--Está aquí, bajo la piel --dijo al fin--. En nuestros genes... Sólo las reglas artificiales, la cultura, el barniz de las sucesivas civilizaciones mantienen al hombre a raya de sí mismo. Convenciones sociales, leyes. Miedo al castigo.
  El otro escuchaba atento, el cigarrillo humeante colgado de los labios. Entornó de nuevo los párpados.
  --¿Y Dios?... ¿Es usted creyente, señor Faulques?
  --No fastidie, hombre.
  Se volvió a medias. Su ademán abarcaba a la gente sentada en las terrazas o que paseaba junto al muelle, con sus bronceados y sus pantalones cortos y sus niños y sus perros.
  --Mírelos. Tan civilizados dentro de lo que cabe, mientras no les cueste demasiado esfuerzo. Pidiendo las cosas por favor, quienes todavía lo hacen... Métalos en un cuarto cerrado, prívelos de lo imprescindible, y los verá destrozarse entre sí.
  Markovic los miraba también. Convencido.
  --Lo he visto --asintió--. Por un trozo de pan, o un cigarrillo. Y no digamos por seguir con vida.
  --Por eso sabe, como yo, que cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, o lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta.


Arturo Pérez-Reverte, El pintor de batallas, Punto de lectura, Madrid, 2007.

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